Los magnates de finales del XIX, además de industrialistas al frente de conglomerados empresariales, eran filántropos entregados a las buenas causas. Eso sí, entendían que, si su riqueza tenía que gotear a las sedientas capas inferiores de la sociedad, sería en forma de obras de caridad voluntarias y no de impuestos.
Industrias Olin fue un fabricante de explosivos y munición fundada en aquellas fechas que prosperó durante las guerras mundiales y, más tarde, diversificó el negocio incorporando empresas químicas o farmacéuticas. Como era habitual, también reservó una parte de sus beneficios a un proyecto humanista: la John M. Olin Foundation. Creada en los años cincuenta del siglo XX, es un caso especial entre las fundaciones filantrópicas, precisamente, por haber cambiado el sentido de la filantropía reorientándola. La Olin encabezó un grupo de fundaciones que empezó a dedicar sus fondos a infiltrar la ideología conservadora de libre mercado en la educación y la academia de alto nivel, provocando así un giro intelectual que llegaría hasta nuestros días.
Demasiado socialismo en el aire es lo que notaba en los años sesenta John M. Olin. Él era de los que pensaba que unas perniciosas ideas colectivistas e igualitarias provenientes de la contracultura, los intelectuales y las universidades se estaban contagiando entre la gente de a pie. Esto solo podría cambiarse a largo plazo si los multimillonarios hacían sus donaciones de una forma estratégica. Tomando la delantera, su fundación empezó a poner dinero para desarrollar planes de estudio y disciplinas en las mejores universidades de los EE. UU. Entre ellos, el más influyente fue un programa de Derecho y Económicas que se ofrecía en Harvard, Yale, Stanford, Columbia y en todas las principales escuelas jurídicas del país. Las normas y procedimientos legales se evaluaban allí con principios económicos que se inclinaban a la derecha, generando argumentos contra todo tipo de regulación desde la ambiental a las leyes antimonopolio.
La Fundación Olin alentaba a todos los ricos mecenas a atraer con dinero hacia sus posiciones a una influyente élite. En un libro escrito en 1978, William E. Simons, un distinguido conservador que poco después se convertiría en su director, animaba a financiar «refugios intelectuales para aquellos escritores y académicos que no predican la igualdad, los cuales hoy en nuestra sociedad trabajan solos enfrentados a una abrumadora indiferencia y hostilidad. Debemos darles donaciones, donaciones y donaciones a cambio de libros, libros y más libros». Años después, el dinero canalizado hacia las universidades acabaría por convertir al neoliberalismo en la ortodoxia académica dominante que sigue siendo hoy.
El esquema «libros por donaciones» sigue más vivo que nunca en nuestros días. 41 años después de aquella frase, uno de los hombres más ricos del mundo y un profesor estrella de las universidades top de su país se daban coba el uno al otro en púbico sin ningún miramiento. «No puedo esperar a que los lectores tengan en sus manos mi nuevo libro favorito. Ya puedes descargarte un capítulo gratis de En defensa de la ilustración aquí», tuiteaba el acaudalado mecenas. Tan infiltrados están hoy los negocios en la academia que alguien como Bill Gates ya ni se preocupa en disimular. Ni siquiera necesita donar cash; con más de 40 millones de seguidores, puede devolver los favores con visibilidad, como hacen los influencers. En este caso, incluyó un enlace a su blog desde el que acceder a contenido en exclusiva de una obra un mes antes de su publicación oficial. Por su parte, el escritor del libro, Steven Pinker, profesor de Harvard y el MIT, se ha especializado en un lucrativo nicho: escribir lo que le gusta leer a Bill Gates.
«El mundo está mejorando, incluso si muchas veces parece lo contrario. Qué alegría que tengamos a pensadores brillantes como Pinker que nos ayudan a ver la foto desde la distancia», decía Gates en su blog. El optimismo que transpira el libro En defensa de la Ilustración: Por la razón, la ciencia, el humanismo y el progreso tiene entusiasmado al magnate. En él se afirma que la desigualdad extrema del modelo económico actual es tolerable siempre que el mundo mejore a la larga —observado desde la óptica y con los filtros adecuados—.
Los megaricos como el fundador de Microsoft puede dormir tranquilos tras leerse 576 páginas de indicadores, gráficos y datos que les reafirman. Si la humanidad no ha hecho otra cosa que progresar en los últimos doscientos años, es, en parte, gracias a ellos. Meses después de que saliera el libro, un Bill Gates todavía eufórico de camino al Foro de Davos —esa reunión de grandes benefactores de la humanidad— tuiteó seis gráficos que demostrarían que, en el fondo, los más ricos lo son.
El regreso de la figura del magnate y filántropo decimonónico a las sociedades del presente está teniendo buena acogida —en España pasa, por ejemplo, con Amancio Ortega— aunque, como era de esperar, también encuentra opositores. Jason Hickel, el autor de The divide —La brecha—, defiende que la desigualdad no es ningún chollo. Las obras de caridad de los donantes ricos pueden ayudar poniendo parches a problemas urgentes, pero nunca servirán para encontrarles solución. Al contrario, ellos tienen todo el poder y la influencia que se necesita para rehuir conversaciones incómodas, pero imprescindibles y para bloquear las verdaderas reformas a un statu quo que les beneficia. Bill Gates era, precisamente, el ejemplo que utilizaba el autor en una entrevista de 2017 para ilustrar un poderoso conflicto de intereses que enfrenta a dos personalidades incompatibles conviviendo en una misma persona, en este caso, al dueño de Microsoft con el presidente de la Fundación Bill y Melinda Gates.
Bill Gates ha hecho cosas muy buenas por mitigar los sufrimientos de los más pobres en todo el mundo gracias a proyectos de caridad con su fundación enfocándose, especialmente, en la salud. Pero, al mismo tiempo, su riqueza proviene de patentes de la tecnología que ha diseñado. Una de las razones que le permiten acumular tanta riqueza es que las leyes de patentes son muy estrictas y permiten extraer de ellas rentas elevadas. La legislación de patentes está imbuida en los acuerdos comerciales internacionales que promueve la OMC. Microsoft ha sido uno de los principales lobistas que ha luchado muy duramente a favor de esas leyes para que sean reforzadas y aumentadas. Pero se trata de las mimas patentes que impiden que mucha gente en los países más pobres acceda a medicación genérica básica y que pueda desarrollar tecnologías que necesita, ya que hay que pagar unas licencias tan altas a las propietarias de las patentes que no están a su alcance.
Gates sabe que, en lo que se refiere a las patentes, el funcionamiento del sistema de comercio sirve a sus intereses. Al mismo tiempo, sabe muy bien que ese mismo sistema daña los intereses de millones de pobres en el mundo, pero esto nunca puede entrar a discutirse con él. Al hablar de pobreza, siempre tiene que ser a su manera, porque él es el gran donante. Eso le permite barrer a la conversación incómoda bajo la alfombra y hacerla desaparecer de la escena, ofreciendo una aparente solución apolítica. En su lugar, prefiere desviar la atención hacia la caridad.
Aquellos gráficos triunfalistas celebrando el modelo económico globalizado, subidos a Twitter desde Davos por uno de los hombres que más se beneficia de él, fueron el detonante de una encendida trifulca entre dos analistas de signo opuesto. La empezó Jason Hickel rebatiendo los datos de aquellas gráficas en un artículo en The Guardian titulado Bill Gates dice que la pobreza está decreciendo. No podría estar más equivocado. Allí se mencionaba a Nick Kristof y a Steven Pinker, dos de los autores que han estado aportando argumentos técnicos o científicos a favor del estado actual de las cosas que defienden los billonarios. Este último se sintió aludido y autorizó a uno de sus lectores a publicar una airada crítica al autor de la pieza del Guardian que el escritor le había enviado por email. Por último, el artículo Una carta para Steven Pinker (y para Bill Gates, por lo tanto) acerca de la pobreza global fue la contra-replica de Hickel que, esta vez, no obtuvo respuesta.
El centro de la polémica lo ocupó un gráfico que mostraba una disminución espectacular de la pobreza en el mundo en los últimos 200 años. Independientemente de la discusión sobre si esa mejora es un consenso científico demostrado o se trata de datos convenientemente maquillados y patrocinados, lo fascinante de aquel intercambio de mensajes fue observar la actitud del profesor Steven Pinker que, ante las críticas, encuentra oportuno disparar al mensajero y negarle la capacidad de réplica debido a su posicionamiento político.
Parece que Los Ángeles que llevamos dentro de los que hablaba en su libro anterior —el favorito de Bill Gates hasta que púbico el siguiente— solo pueden ser conservadores. Según el escritor, el problema con Hickel es que es de izquierdas y, por lo tanto, sus críticas están motivadas por oscuras motivaciones ideológicas. En su email, Pinker lo caracteriza como un «ideólogo marxista habilitado por The Guardian» que pertenece a una izquierda radical «humillada por las mejoras masivas que se han conseguido en el mundo gracias a los mercados y la globalización». Las pruebas de que se trata de un peligroso radical son un tuit con un link a marxist.com y algunas publicaciones defendiendo el decrecimiento económico. Tales descubrimientos no los saca a la luz ningún periodista de investigación, lo hace un artículo escrito por un miembro del Instituto Cato, el think tank de los hermanos Koch, magnates del petróleo cercanos al negacionismo del cambio climático y a la pseudociencia que hasta hace poco negaba los efectos negativos del tabaco.
Tiene gracia que Pinker decida abrir el melón de una supuesta «agenda ideológica» oculta para atacar a su rival, cuando lo suyo son, precisamente, «problemillas» de agenda —como se descubriría algunos meses después—. «Yo solo soy un científico cognitivo que cita datos de los expertos reales», escribe Pinker. Pero han sido sus contactos y citas constantes con multimillonarios, cuyos egos se masajean luego en los libros que publica, lo que cuestiona su integridad y la de su trabajo. En su caso, el perfil que asoma no es el de investigador con férreos principios, sino, más bien, el de oportunista con un tren de vida que mantener jugando un papel para los poderosos: el de dar un barniz científico a una cosmovisión que les justifica.
Las estadísticas optimistas de Gates fueron un éxito entre los asistentes al Foro de Davos, que las usaron para ilustrar lo beneficiosa que ha sido para todo el mundo la expansión global del capitalismo de libre mercado. La cuestión relevante aquí no es tanto saber si en ellas se exagera o no la reducción de la pobreza como la interpretación que se haga de las medidas que se necesitan tomar. Pinker y Gates defienden que no deberíamos preocuparnos de la desigualdad al alza cuando las fuerzas que están proporcionando una inmensa riqueza a los más ricos son las mismas que, a la vez, están erradicando la pobreza ante nuestros propios ojos. Ellos no se dedican a estudiar los datos de pobreza para buscar la forma de reducirla o erradicarla, sino para justificar con ellos la desigualdad. Mientras tanto, las estadísticas de los EE. UU. muestran una acumulación de riqueza sin precedentes en su economía. Esta va acompañada de enormes bolsas de pobreza en medio del descontento creciente de una sociedad volátil que se polariza. La situación podría mejorar de la noche a la mañana, sencillamente, con una redistribución de la riqueza más justa. Pero, para evitar cualquier intento de reforma, los más privilegiados echan mano del argumentario con apariencia científica que les proporcionan autores de prestigio como Pinker.
En su caso, es difícil creer que no se trata de un discurso hecho a medida y por encargo al observar el timing perfectamente programado entre investigador y donante en los pasos previos a la publicación de su nuevo libro —recordemos que el sitio para descargarse gratis el primer capítulo de En defensa de la Ilustración fue el blog de Gates—. Aquel calendario de publicaciones sincronizado pone en evidencia una mala praxis descarada que, sin embargo, no pasa factura. Que algo así resulte natural demuestra hasta qué punto se ha infiltrado la influencia de los donantes en las universidades de élite americanas tras décadas de filantropía estratégica. Lo que sí que ha empezado a afectar a la imagen pública del profesor Pinker es una cita indiscreta oculta en su agenda que le sitúa volando hacia una conferencia TED en Monterey a bordo del jet privado conocido familiarmente entre la gente VIP como el «Lolita Express». El mamoneo de altos vuelos que se traen entre académicos y magnates solo ha captado la atención del público al conocerse una noticia sórdida.
Sucedió en el verano de 2019 cuando el multimillonario financiero Jeffrey Epstein —donante de Harvard o el MIT— se suicidó en una cárcel de Manhattan mientras esperaba juicio por presunta corrupción de menores. Su caso destapó una deprimente cloaca filantropico-mediatico-académica que salpica a las instituciones con más prestigio del mundo. Epstein era el encargado de organizar en esos ambientes fiestas con prostitutas de lujo donde se abusaba de menores. Para ser justos con Steven Pinker, conviene aclarar que el hecho de haber viajado en el avión del magnate no presupone haber participado en alguna de sus fiestas con menores. Sin embargo, el profesor aceptaba gustoso favores como viajes en avión privado y los devolvía cuando era necesario sin preguntar.
Por ejemplo, echándole un cable a Epstein en un caso anterior por corrupción de menores en 2007. Entre los papeles de su defensa legal, Buzzfeed ha encontrado un análisis lingüístico encargado a Pinker donde se argumenta que el conocido a veces como «estatuto de la tentación por Internet» —una ley que condena a 10 años de cárcel al que utiliza la red para captar a menores para la prostitución— no era aplicable al caso. Ahora que el asunto está saliendo continuamente en prensa, el profesor se manifiesta arrepentido de aquella colaboración que, por otra parte, según dice, es bastante habitual entre amigos que se conocen de Harvard. Ya se sabe; el típico favor entre colegas para descargo de un donante pederasta random al que hay que ayudar sin hacer muchas preguntas.
Epstein aquella vez se libró con una pena mínima que le permitía salir a diario de la cárcel para ocuparse del negocio. Los que aparecen en las fotos de sus viajes, fiestas o reuniones habituales se han visto obligados a dar explicaciones públicas. Como Pinker que coincidió con él en una comida de 2014 en la Universidad de Arizona. Ahora dice que, aunque iba a sus saraos, no soportaba al tipo en sí. El millonario era un diletante que instrumentalizaba la ciencia para lavar su imagen, revestirse de su prestigio y continuar así con sus aficiones. Era conocido por una frase que solía soltar cuando no podía seguir la conversación de los académicos: What does that got to do with pussy? ¿Y eso, qué tiene que ver con el folleteo?
Bill Gates tampoco se ha librado de la marca radioactiva de las citas en la agenda de Epstein. Sus explicaciones al Wall Street Journal de un encuentro entre ambos en 2013 han sido poco convincentes. Según dice, se reunieron para hablar de filantropía —al parecer, con ella, un grupo selecto coordinado podría transformar el mundo todavía más a su favor—, pero niega que ninguna de sus donaciones haya sido influida por el problemático financiero. Si embargo, emails internos del MIT publicados por el New Yorker sugieren lo contrario. Una de sus aportaciones de 2 millones a esa universidad aparece justificada en los registros obligatorios de la institución explicando que «Gates hace esta donación por recomendación de un amigo que prefiere permanecer anónimo», mientras que el director del programa Medialab decía en uno de esos correos publicados por el periódico que «a efectos de registro, no mencionaremos el nombre de Jeffrey como impulsor de esta donación». «El innombrable» o «Voldemort» era como le empezó a llamar el equipo del Medialab del Mit.
Tiene sentido que el financiero se esforzara por acercarse a uno de los hombres más ricos del mundo, cuyo patrimonio supera 200 veces el suyo. Más difícil de entender resulta que Gates se enredara con un condenado por corrupción de menores de oscura reputación. Algo inquietante asoma de estos contactos. Jeffrey Epstein no solo sería un donante que infiltraba su dinero e influencia en instituciones de prestigio, a pesar de estar descalificado para ello por las normas internas, también se estaría encargando de conseguir para ellas a otros ricos mecenas. Hay documentos que indicarían que cobraba una comisión de 0.3% por sus gestiones, pero todavía quedaría por aclarar el motivo por el que un grupo de billonarios arriesgaron su imagen tratando con él en secreto.
Más que por su compromiso por mejorar la sanidad para los más pobres, Epstein era conocido por otro tipo de obsesiones, entre ellas, el transhumanismo clasista y eugenésico. ¿Debemos creer que en aquellas reuniones solo se hablaba de obras de caridad? Estos comportamientos chocantes de la hiperélite podrían ser una señal que apunta a su desconexión total con el resto de las categorías sociales. Si pensamos mal, no es difícil imaginar a los megaricos derivando parte de sus donaciones a financiar programas con prioridades distintas a la caridad o al retorno social en instituciones científicas de élite .
El de Epstein es un caso llamativo con episodios especialmente lamentables, pero no deja de ser una pieza en una maquinaria de poder que le trasciende. Las fiestas en su isla privada con menores explotadas sexualmente funcionaban como otra forma de reclutar adhesiones a una red de confianza e influencia masculina que teje vínculos que luego son determinantes en ámbitos importantes. Uno de los que más se ha esforzado en denunciar a esa anti-red más allá del caso que la ha destapado es el analista tecnológico Eugeny Morozov. En un artículo en TNR señalaba al «habilitador intelectual» de Epstein. Si alguien como él conocía a tanta gente importante relacionada con la ciencia y la tecnología, era gracias al agente literario John Brockman y a una trama de contactos VIP que lleva fraguándose desde hace décadas bajo el paraguas de otra fundación: la Edge Foundation.
Creada en 1981 como The Reality Club la fundación es una red elitista que reúne a científicos, escritores y académicos especializados en tecnología. The Edge Foundation tiene una cara pública principalmente online. Una de sus propuestas más visibles es la «pregunta del año» donde se pide a varios intelectuales del momento que respondan a una misma cuestión del tipo: ¿Acerca de qué eres optimista y por qué? En paralelo, existe otra faceta privada para consumo de los miembros con comidas, viajes o conferencias exclusivas que sucede en la vida real.
Brockman «no es solo un agente literario, sino un verdadero intelectual de la revolución digital dando forma a las tendencias», dice Morozov en su artículo. «Billonarios, científicos, artistas, novelista, periodistas, músicos de todo tipo se mezclan para producir enorme valor para ellos y para Brockman». Las interacciones casi siempre suceden bajo el paraguas de la Fundación Edge. Tras ella, está la creación del Medialab del MIT —cuyo presidente, Joichi Ito, ha dimitido por el caso Epstein— y, también, la financiación inicial de esos altavoces privilegiados que son la revista Wired o las charlas TED, siempre dispuestas a ofrecer colaboraciones habituales a los miembros de la Edge.
La participación en la red que rodea a la fundación es voluntaria y en ella opera, ante todo, la persuasión. La conversación del Sr. Brockman suele ir convenientemente trufada de nombres de famosos y poderosos que dejan claro con quién se está hablando. Cuando se empezaron a conocer sus vínculos con Jeffrey Epstein, Morozov revisa su correo y, efectivamente, encuentra un email donde el agente literario —que también le representa a él—ha dejado caer el nombre del financiero. Allí cuenta su encuentro en la lujosa residencia de Epstein en Manhatan con un británico en tirantes al que una atractiva joven está dando un masaje en los pies. Pocos días después, Brockman se da cuenta de que se trataba de Andrés de Inglaterra, Duque de York, cuando lo ve aparecer en prensa con titulares del tipo El príncipe y el pervertido, destapando el pasado de su anfitrión. Lo que este mensaje demuestra es que, lejos de desconocerse, las aventuras sexuales de Epstein se intentan capitalizar para captar a «otro idiota para la red». Morozov declina la invitación de reunirse con el multimillonario, por mucho que su editor insista en que se trata del dueño de Victoria’s Secret, una razón más para pasar de él, según el escritor.
Al leer sobre esta trama resulta descorazonador que un porcentaje elevado del potencial de instituciones prestigiosas se esté desaprovechando al hacerlas servir como instrumentos de propaganda y dominación en manos de una élite decadente. Capítulos como este son el ojo de la cerradura que permite observar una forma de reparto del poder injusta e ineficiente que opera en los EE. UU., con hombres blancos que peinan canas poniéndose de acuerdo entre sí en sillones de avión privado o a la mesa en comidas de lujo. Allí, a los que están dispuestos a escribir libros o artículos de apoyo, se les presenta a gente rica capaz de firmar cheques con muchos ceros. En función de los gustos e intereses del grupo, unas ideas prevalecen y las que resultan incómodas son anatema. Siempre que se mantengan leales, los elegidos verán su mensaje y su ego amplificados manteniendo un tren de vida impensable fuera de esos círculos. Mientras tanto, otros autores son silenciados, en particular, las autoras. Así es como la civilización se ve privada del trabajo intelectual de la mitad de su población.
A la vista de los acontecimientos, Wired, en lugar de servir de altavoz para los miembros de la red, daba la palabra, esta vez, a Virginia Heffernan que describe en un artículo «Cómo dejé de ser polite con los grandes hombres hechos a sí mismos de la Organización Edge». Lo que cuentan mujeres como ella —que se acercaron al MIT o The Edge Foundation por el prestigio, pero acabaron apartándose avergonzadas por lo que presenciaban— es especialmente elocuente. Se trata del relato de quienes, al principio, no se explican por qué les cuesta tanto avanzar profesionalmente y acaban concluyendo que los hombres deben de estar trabajando mucho más duro que ellas. Pronto descubren, sin embargo, que es el ambiente el que les excluye con sus guiños a la pornografía y su tendencia a ver a las mujeres jóvenes como objetos de deseo. La periodista espera que airear las alfombras en el siglo XXI suponga el final de la sofistería de unos señores mayores hechos a sí mismos a partir de sus apetitos y a imagen de aquellos aficionados a las panty raids —las redadas para robar bragas que se pusieron de moda en los campus universitarios norteamericanos de los años 50—.
Quien son los venefisiarios del conosido Jeffrey Epstein, de sus 577 millones de dollars 3.16/20