Festivalización

Se llama «efecto Bilbao» a la fiebre global por replicar el éxito de la ciudad vasca que empezó a finales de los noventas. Con esta fórmula urbanística, se esperaba ascender a la primera división mundial de las ciudades construyendo una gran obra de arquitectura icónica que se le encargaba a un arquitecto estrella. Diez años más tarde, cuando los presupuestos municipales dejaron de estar para tirar cohetes debido a la crisis, las obras faraónicas como el Guggenheim empezaron a descartarse. El foco de atención pasó entonces a los eventos como el Sónar, que también son capaces de posicionar internacionalmente a un lugar como vibrante y a la última, pero con menos presupuesto. Eventos y festivales se han convertido en herramientas de las que muchos ayuntamientos esperan echar mano para globalizar sus ciudades.

Durante todos estos años, se ha estado produciendo un fenómeno de «festivalización» de la cultura. Ahora, una de las formas preferidas de experimentar y consumir cultura y ocio es concentrada en mega-acontecimientos que atraen a decenas de miles durante unas fechas señaladas en el calendario. Avispados promotores locales fueron quienes descubrieron un pastel que luego no pasaría inadvertido para grandes grupos inversores internacionales. Los primeros —mediante programas de conciertos y recintos controlados por ellos— empezaron un proceso de concentración que están culminando los segundos. A día de hoy, la mayoría de los principales festivales de música españoles son en parte propiedad de unas pocas multinacionales: el Sónar de Sutperstruct, el Primavera Sound de Yucapia y el Mad Cool de Live Nation, por poner unos ejemplos.

Acompañando a los festivales como forma de distribución, ha surgido una modalidad de consumo y también el clásico dilema del huevo y la gallina ¿Qué influyó a qué? ¿Ha sido la gran distribución la que ha modificado la forma de consumir música y cultura o los grandes distribuidores los que se han adaptado a los gustos cambiantes del aficionado? El fundador del Primavera Sound, Gabi Ruiz, contaba en una entrevista a El Periódico en abril de 2019 que ellos no han hecho sino seguir los gustos del público, que ahora prefiere pasar el fin de semana viendo Netflix y, luego, darlo todo tres días al año. Una argumentación curiosa si se piensa que El Primavera ya se dedicaba a la festivalización del indie bastantes años antes de que llegase Netflix.

Sea por el motivo que sea, lo cierto es que, en lo que se refiera a la música en directo, la gente se queda en barbecho durante meses sin salir de casa y, luego, se pone al día de golpe en un banquete non stop de conciertos solapados. Antes, era distinto. Para atiborrarse de música y ocio nocturno se salía de peregrinación semanal sin pisar esos espacios vallados a los que se accede con pulsera. Existía la expresión irónica irse de festival, pero, en realidad, la diversión al máximo nivel venía en otro formato: la ruta, una sucesión de clubes y garitos atronadores de distinto tamaño y condición donde las novedades se descubrían y disfrutaban de forma colectiva. A mediados de los noventas estaban por todas partes desde la catalana con la mákina y sus Scorpia, Chasis y Pont Aeri hasta las del norte que acababan los domingos a la noche en Vitoria. Pero las rutas de música alternativa y electrónica verdaderamente pioneras e influyentes fueron las de los ochentas y, de entre ellas, una de las más poderosa fue la valenciana.

Rutas 80s

La de Valencia no estaba sola en el mundo entre las rutas ochenteras. Otra de las más fascinantes, empezó en apartadas cervecerías en el campo belga donde se pinchaba una selección ecléctica de la música más futurista del momento. A finales de la década, aquella escena produjo su propio estilo electrónico, el new beat, muy influyente justo antes de que llegase el acid house. Mientras tanto, en california, en condados cercanos a San Diego, había sesiones sin alcohol para menores de 21 años donde los grupos de la época daban conciertos. No hay mucha información disponible en Internet, pero sí vídeos en Youtube de esos adolescentes arriesgando al máximo con las pintas y dándolo todo en la pista mientras suena una mezcla sin complejos de los Cramps con New Order o Divine con The Cult. Entre las peregrinaciones más urbanas, la del clubbing urderground neoyorquino de los 80s fue mítica. Los asiduos al Paradise Garage llamaban «misa del sábado» a lo que experimentaban en aquel local durante los momentos más álgidos, capaces, según ellos, de alterar las moléculas del cuerpo. El moderneo prácticamente vivía en los afters, como el Danceteria, con futuras celebridades como Madonna trabajando en el guardarropa, Keith Haring en el ascensor o los Beastie Boys de camareros. Menos conocida, es la ruta baleárica de Londres que empezó en el 88 importando los temas que sonaban en las playlists de las discotecas de Ibiza, especialmente, en el Amnesia.

Pero, de vuelta en valencia, su ruta fue precoz y longeva. Oficialmente, arranca en el 82 cuando Chocolate se incorpora al giro vanguardista que ya había dado Barraca y se mantiene destacando, siempre un paso por delante, hasta mediados de los noventa. El primer bacalao, el de los ochenta, no era música made in Valencia, sino una forma de filtrar y pinchar los sonidos alternativos de importación. En este sentido, se parecía a la etiqueta de otra escena de baile longeva: el northern soul. Los Djs ingleses viajaban a sótanos en Detroit buscando rarezas antiguas de Atlantic o Motown Records para luego petar la pista en sesiones maratonianas de vuelta en las ciudades de clase trabajadora del norte del Reino Unido.

En la Valencia de los primeros ochenta, las cosas sucedían a tiempo real respecto a las escenas anglosajonas originarias. La canción Imágenes de los valencianos Glamour suena a Planet earth, el primer single de Duran Duran, a la vez que Duran Duran. El periodista musical Rafa Cervera recuerda que “Si Magazine sacaban un maxi, o Siouxie o John Foxx, a la semana lo tenía Carlos Simó y ya lo estaba pinchando. No te daba tiempo ni a leerlo en el Melody Maker, porque llegaba más tarde que el disco a manos de Carlos”. Lo que pasó después es que lo que llegó eclipsó a lo anterior en parte debido a una cobertura mediática amarillista obsesionada por vilipendiar, fijándose solo en los aspectos más negativos. El público pedía más y los empresarios buscaban la manera de dárselo con música que se simplificaba y aceleraba, mientras los horarios se alargaban. Aquel ecosistema de discotecas compitiendo entre sí derivó en bacanal y Canal + y las otras cadenas amplificaron el efecto llamada.

La Ruta Destroy fue primero mal vista y luego olvidada hasta que hace unos años se empezó a rehabilitar como la manifestación de cultura juvenil que en realidad fue. En el 2004 Joan Manuel Oleaque escribió En éxtaxi: drogues, música mákina y ball en el que habla de la electrónica en Valencia como un fenómeno comarcal interclasista donde «el ambiente era muy horizontal, con un montón de gente de los pueblos y sin los clásicos piques entre tribus urbanas que podías ver en otras capitales». 72 horas…Y Valencia fue la ciudad fue el documental aparecido en 2007. En 2013 el Museo Valenciano de la Ilustración y la Modernidad le dedicó una exposición a su propia ruta. A finales de 2016 se publicó ¡Bacalao! Historia Oral de la Música de Baile en Valencia, 1980-1995 de Luis Costa y la novela remember de Chimo Bayo. En 2017 en el Festival Primera Persona del CCCB de Barcelona invitó a varios de los protagonistas valencianos a una charla.

Si Kraftwerk afirmaban que el instrumento musical que tocaban era el estudio de grabación que habían montado en Düsseldorf, Fran Lenaers podría decir lo mismo de su sala: Spook. La arquitectura —el local, en este caso— como instrumento es uno de los hallazgos de un documento menos conocido, pero fascinante, dentro de ese corpus rutero que crece: la tesis doctoral de la arquitecta María Langarita titulada Territorios de excepción. La CV500 como laboratorio de arquitectura.

En esas páginas, el manhatanismo —un concepto creado por el arquitecto Koolhaas en su libro Delirio de Nueva York para explicar el urbanismo loco de la Gran Manzana— se convierte en albuferismo.  Con su aversión al pavimento, los terrenos de la ruta descubren una modernidad original que la arquitectura contemporánea ha perdido por su manía de pavimentarlo todo. Si Robert Venturi y Denise Scott Brown en Aprendiendo de Las Vegas, caracterizaban a esta ciudad como la Versalles de la sociedad de consumo, la misma lógica sirve para mostrar a la ruta como otra Versalles u otra Las Vegas, la del post punk, quizás. De igual modo, se trata de una megatextura para el ocio; pero, donde Las Vegas juega con la ilusión de convertirte en rico, la ruta lo hace con la promesa de ser moderno.

La tesis anima a fijase menos en lo académico para aprender de la construcción anónima, los materiales blandos y los componentes efímeros: el pellejo de la arquitectura. Paradójicamente, la carretera CV500 de Valencia a Sueca empieza justo en una de las grandes obras de autor de los noventa, la Ciudad de las Artes y las Ciencias, para luego adentrase con «un hilo de asfalto sobre un humedal» hacia otros territorios con otros tipos de arquitecturas. Unos años después, es curioso ver a construcciones de puro pellejo, como las de la logística festivalera, al servicio del mismo programa urbanístico que los mazacotes de firma: la globalización de las ciudades, a pesar de los problemas que esta suele traer para muchos residentes.

De ruta con Alexa

Las rutas tuvieron un aliado necesario, pero a la vez, mortal. Metidos en la aventura, el coche se convierte en un Hub: un centro de operaciones con algo de ropa, varios casetes, unas gafas de sol y otros aprovisionamientos en la guantera. Esa cápsula móvil no se vivía del todo ni como espacio público ni tampoco privado, —aunque sí lo suficiente para resguardar intimidades físicas, químicas y hasta intelectuales—. En aquellas salas de conferencias rodantes se daba rienda suelta a la tercera pata —junto al musicón y el colocón— de la santísima trinidad de un tipo de ocio vintage para adultos: la chapa nocturna. Allí se propiciaban debates en loop del tipo quién mató a Kennedy o fueron el mejor auditorio para enardecidos discursos ensalzando, por decir algo, la tercera canción de la cara A del quinto disco de Nick Cave. Las cosas llegarían incluso a desmadrarse con el tiempo y acabarían siendo sound systems y hasta plataformas para gogos en parkings como el del Nod. Esta faceta resulta hoy impensable e inaceptable desde que las administraciones públicas interiorizaron en serio el problema de la seguridad en la carretera. La permisividad de aquellos años ya es inadmisible y no volverá a no ser que los coches se conduzcan solos. Pero eso es precisamente lo que nos prometen los teslas, ubers o googles que están desarrollando la inteligencia artificial de la automoción autónoma.

Cuando la tecnología entró en los estudios de grabación, puso a la gente en ruta de un club a otro todo el fin de semana sin parar con la cabeza llena de bits de ritmo digital, mientras que, al entrar en los hogares y oficinas, la electrónica de consumo nos mandó a todos de vuelta para casa a quedarnos sentados delante de las pantallas. ¿Es esta la fase final? ¿Continuaremos pegados a ellas cuando las máquinas que aprenden de la IA sepan conducir? Quizás entonces se nos pase el interés por esos recintos vallados con escenarios con nombres de marca de zapatillas y sesiones de Dj en la carpa de una cadena de ropa y nos echemos de nuevo a la carretera. El futuro suena a ratos liberador, pero, sobre todo, inquietante. El mundo feliz que viene se parece al de Huxley en estar concentrado y controlado, no por la fuerza, sino por medio del hedonismo. Imagínate: Ok, Google, elige una discoteca y llévanos. Alexa, hoy no voy a trabajar, ocúpate tú de todo —que ayer no iba a salir y me lie—.

Las imágenes de este artículo son capturas de Youtube de mediados de los 80 de la discoteca Stratus en Casa de Oro, San Diego. El texto fue escrito para la Falla Raval de Sant Agustí de Cullera que lo publicó en valenciano en su llibret de 2020.