Silicon Valhalla
Vosotros, dioses de Silicon Valley, habéis roto la democracia. Carole Cadwalladr, finalista al Premio Pulizter de este año por su investigación del caso Cambridge Analytica —el famoso Facebookgate del que hablamos en el Hijos Acabados anterior— lanzó una acusación con ecos wagnerianos durante el ciclo de conferencias TED que se celebró en abril en Vancouver. Pausadamente, fue denunciando una a una por su nombre a cinco de esas poderosas divinidades desde el escenario en el que más tarde actuaría una de ellas. Pero esperar remover conciencias en el Valhalla del silicio apelando a la ética democrática es un sentimiento que resulta algo cándido. Ese valor no cotiza precisamente al alza entre los campeones de la economía digitalizada. Aquello no es la antigua Grecia y su proyecto tiene poco que ver con el de la democracia. Ya están de vuelta, para ellos, ha sido superada.
Lo que esperan realizar en su lugar es una nueva especie de totalitarismo de la información que ha sido bautizado como «instrumentarismo» por la escritora Shoshana Zuboff, otra valquiria en primera línea del techlash —la resistencia frente al exceso de poder de las grandes tecnológicas—. El control instrumentario no se impone mediante el terror arbitrario como sucede en los totalitarismos, sino a través de la vigilancia y la acumulación de datos para predecir y modificar el comportamiento humano. Su modelo de sociedad es el de una colmena ultra-conectada y vigilada a través de sensores por ingenieros que todo lo conocen e intervienen para afinar su funcionamiento. Nada en ella ha de ser impredecible. En una sociedad así, la libertad es solo una anomalía, un trozo de patata mal digerida. Sucede cuando el aparato ubicuo de inteligencia artificial que gobierna la colmena todavía no es capaz de digerir —traducir a ceros y unos— todas las circunstancias de una situación. Pero son máquinas diseñadas para aprender rápido y, pronto, cada evento futuro similar acabará procesado y fagocitado por el sistema.
Entre los escenarios de futuro barajándose, el favorito de los líderes de la alta tecnología es aquel en el que sus empresas acaban ocupándose de prácticamente todo en condiciones cercanas al monopolio. Uber lo hará del transporte, Airbnb de planificar el turismo y la vivienda, Goggle de la educación y la sanidad y Facebook sustituirá a otras formas anticuadas de comunidad como familias o religiones que, desde hace años, no dejan de perder adeptos. Las decisiones acerca del bienestar sin estado —el reflejo privatizado del estado de bienestar que le sucede en el tiempo— se tomarán en sus oficinas. Nos evitaremos así la tediosa burocracia y las improductivas deliberaciones de representantes elegidos por el ciudadano. Al final, todos contentos porque los servicios ofrecidos por las grandes tecnológicas serán superiores a los que son capaces de dar los estados sometidos al derecho.
Antes de los escándalos de privacidad de Facebook, se sospechaba que Zuckerberg planeaba presentarse a presidente de los EEUU. Pero ¿para qué querría el dueño de una plataforma global con poderes casi absolutos ser el presidente de un estado nación, tan insignificante en comparación? En el número de Hijos Acabados de entonces, se detectaba una alarmante mutación; en cinco años, el hacker se había convertido en político. Allí se avisaba de que, implícita en sus palabras, asomaba la noción de Facebook como un super-estado único, extraterritorial, gobernado por algoritmos e inteligencia artificial liderado en la sombra por él mismo.
No está solo. La moda populista de negarles autoridad a las democracias —a cambio de imponer la suya propia— está muy extendida entre los que tienen cargos parecidos. Altos ejecutivos de Microsoft, Apple, Google o Uber nunca han tenido reparo en publicar sus ambiciones, tan épicas como antidemocráticas, en manifiestos o charlas TED. Cantar las propias gestas por anticipado es frecuente en ese ambiente. Los que se sienten llamados a cambiar el mundo —sin que nadie antes se lo haya solicitado y sin pedir permiso— son tan conscientes de ser unos héroes como aficionados a propagarlo a los cuatro vientos.
Loop infinito
No son solo delirios de grandeza. La ambiciosa agenda política que persigue el big tech es real y ya se está implementando. Junto a sus objetivos de control de mercado, también se codician importantes parcelas de poder que se van reclamando de gobiernos y ciudadanos de a pie. La acumulación se consigue de modo estratégico mediante un proceso inacabado, pero cuidadosamente calculado, de prueba y error. Un loop infinito de provocaciones e ilegalidades que acaba anestesiando a un público que deja de reaccionar frente a los ataques continuados a sus libertades casi por aburrimiento. «One Infinite Loop» es, precisamente, la dirección del antiguo cuartel general de Apple en Cupertino, antes de mudarse al platillo volante diseñado por Norman Foster. Un aviso a navegantes de lo tercas que pueden llegar a ser unas empresas que se consideran eternas.
Existe una maniobra que, mientras se ejecuta, consigue dejar suspendida en el tiempo la legalidad para un sujeto en particular. Las corporaciones disponen de todo un arsenal oculto de tácticas de propaganda y presión de nueva generación para practicarla. Durante años, la he visto en acción al observar a una de mis némesis favoritas: Airbnb. La saga de guerra y paz por turnos con la que esta multinacional espera someter a las ciudades tiene pintas de prolongarse durante generaciones.
Los californianos aparecieron como furtivos por el salvaje oeste con una forma pendenciera de hacer los negocios que no hace caso a las normas locales. Al principio, las resistencias se vencieron a base de atractivos micro-relatos publicitarios como la «economía colaborativa» o la «innovación disruptiva». Muy pronto, Airbnb puso también en práctica una modalidad de creación de marca especialmente intrusiva inspirada en las organizaciones de culto. Lo que se busca con ella es convertir a los clientes —huéspedes o anfitriones— en miembros de una «comunidad» en torno a la marca con un alto grado de vinculación. La web de la empresa anima a formar todo tipo de foros; se organizan seminarios, eventos, talleres… esperando que se genere una fuerte sensación de pertenencia entre los que allí participan.
Si la publicidad que incita a comprar productos de consumo que apenas se necesitan ya es nociva, el maketing destinado a transformar a los clientes en creyentes tiene un peligroso extra de toxicidad. Para dar forma a su comunidad, Airbnb contrató a un gurú del branding experto en aplicar en empresas las tácticas que había aprendido al estudiar a las sectas y cultos como los Hare Krishna o las campañas de activismo político como la de Obama.
Este neo-comunitarismo corporativo reacciona de forma explosiva al contacto con otro poderoso artefacto propagandístico: el home sharing o la idea de compartir hogar. Airbnb se esfuerza por darle a este concepto la apariencia de un derecho que se encuentra amenazado. En realidad, se trata más bien de una licencia económica de las que suelen estar sujetas a condiciones administrativas, como la de un bar o una peluquería.
Abanderando un derecho que ella misma ha fabricado, la compañía se las ha arreglado para tener siempre una silla reservada en las reuniones donde se toman decisiones importantes. Allí disimula la defensa de sus propios intereses comerciales presentándose como la voz de un colectivo discriminado —el de los propietarios a los que los ayuntamientos impiden compartir sus hogares o, lo que es lo mismo, alquilárselos a turistas—. Cuando salen de ellas, los ejecutivos de Airbnb hacen declaraciones a la prensa que son más propias de los servidores públicos: «Airbnb y Barcelona pueden ayudar a más familias locales a compartir sus hogares, cumplir con la ley y generar nuevas fuentes de ingresos que fortalezcan nuestros barrios».
De ese modo, la plataforma nutre y fomenta a su alrededor un movimiento popular de activismo sometido a los objetivos de crecimiento de la propietaria, una corporación. Una vez maduro, ya está todo preparado para que se pongan en marcha las hostilidades. La multinacional americana empieza entonces a aguijonear a su comunidad en contra de los ayuntamientos. Se organizan campañas de recogidas de firmas y se pagan manifestaciones en la calle —como ha pasado en Barcelona—, se dedican millones a publicidad agresiva que enfrenta a unos ciudadanos con otros para ganar un referendum —como en San Francisco— o se aporta medio millón de dólares para la campaña de un político local que puede bloquear una regulación —como está pasando estos días en Nueva York—.
El enfrentamiento se acaba elevando a instancias superiores como la UE. Allí Airbnb se junta con otras empresas en un influyente grupo de presión para cizañear entre la Comisión y las ciudades rebeldes. Invocando normativas obsoletas que benefician a las grandes teológicas, espolea a la institución europea para que actúe contra sus propios municipios, impidiendo que puedan planificar aspectos tan importantes para ellos como el turismo o la vivienda.
Cuando las circunstancias lo aconsejan, se aparta la cizaña y se sacan las ramas de olivo. El bucle de la discordia entra entonces en una de sus fases de paz. En 2015 Airbnb contrató a Chris Lehane, un propagandista muy conocido en los círculos de poder de Whasington por haber sido asesor de Clinton. Él ha sido el encargado de aterrizar el mensaje utópico original de un mundo donde todo se comparte y transformarlo en Realpolitik, menos poética pero más efectiva. Desde su llegada, la multinacional se sienta a negociar a solas con cada ayuntamiento ofreciéndoles purgar de ilegales la plataforma, entregarles datos de alquileres o firmar acuerdos voluntarios de recaudación de impuestos (VCA). De estas reuniones a puerta cerrada, la empresa espera salir con una regulación a medida sin tener que cumplir las normas sectoriales que están previstas para su actividad.
Las fuentes del derecho en el ordenamiento jurídico en vigor son la ley, la costumbre y los principios generales. Se discute acerca de si la jurisprudencia del tribunal constitucional debe de considerarse también otra fuente, pero Airbnb no aparece mencionada por ningún sitio como tal. Sin embargo, estos innovadores acuerdos público-privados la convierten, de hecho, en fuente del derecho local. Desde un punto de vista legal, son, además, engendros difíciles de etiquetar que resultan poco eficaces. Al no estar sujetos a procedimientos administrativos de control ni a sanciones por incumplimiento, pueden retirarse tan voluntariamente como fueron ofrecidos sin que pase nada.
Lo saben en Nueva Orleans donde Airbnb puso a disposición del ayuntamiento una herramienta tecnológica para compartir datos de ocupación a tiempo real —tan exclusiva como la que se anunció a bombo y plantillo para Barcelona—. Luego, la retiró sin más cuando no le gustaron otras normas sobre la actividad que aprobó el consistorio. Y es que así es como funciona este ciclo. Si a Airbnb le interesa, vuelve a sus ilegalidades e incumplimientos esperando los típicos momentos de oportunismo en la política municipal para meter una cuña en la legislación o en la acción de gobierno. El resultado a largo plazo de este tira y afloja es la desposesión de derechos de los ciudadanos e instituciones públicas, que acaban transferidos al actor privado internacional, que es el que toma el control.
Dios de dioses
Este bucle de la discordia es la versión de Airbnb de un patrón que también han puesto en práctica Google, Facebook, Uber y las demás, cada una a su manera. Ilustra de forma elocuente el grado de ambición y la firme convicción sostenida en el tiempo de estos calculadores líderes. Sus proyectos se presentan, además, con el músculo financiero, la capacidad técnica y la infraestructura necesarias. Pero todavía hay algo más. En una mesa redonda acerca de los efectos de la saturación turística, Chris Lehane dice lo siguiente sobre las protestas contra el turismo masivo de algunas ciudades europeas:
«Creo que la función del nativismo, de las personas segmentadas y polarizadas, inclinadas al ultranacionalismo y tribalismo, tienden a sobreindexar en Europa, donde el tema de la saturación turística también tiende a sobreindexar.»
Di que sí, Chris; bárbaros xenófobos tribales, eso es lo que somos los europeos y tú no. El cabildero hizo estas declaraciones a una publicación norteamericana cuando ya gobernaba allí un presidente nacionalpopulista que había aprobado una prohibición de de viajar desde una lista negra de países. Este tipo de desfachatez casi ofensiva delata otro elemento que caracteriza a la élite tecnológica: su complejo de superioridad moral e intelectual. En este aspecto, Zuboff compara a esos líderes con los «adelantados» que leían a los nativos una declaración de conquista en nombre de la iglesia y la monarquía que justificaba su sometimiento. Muchas startups se conducen así también por la vida. Es triste ver como, allí donde desembarcan, siempre se encuentran con una alegre comparsa formada por hipsters, millennials, emprendedores avispados y gente a la última que les dan la bienvenida junto a las facciones más liberales de la prensa y políticos que les apoyan.
Luego, el acoso al que someten a las sociedades que les acogen, a las que miran por encima del hombro, contrasta con su servilismo en otro aspecto. Resulta que, por encima del poder de estos dioses conquistadores, hay otro aún mayor: el del dinero. La historias de las startups de éxito las protagonizan casi siempre jóvenes varones de buenas universidades con prisas por formar parte del sistema a toda costa, presionados por el capital impaciente de los fondos de inversión. Estos están dispuestos apostar cantidades astronómicas en proyectos que pierden miles de millones al año, como Uber, si descubren en ellos una cualidad: el dumping económico y social. En todo momento, deben de mostrarse capaces de que llegará el día en el que barrerán del mercado a los operadores tradicionales y alcanzarán una posición de dominio.
El dios de dioses monetario es paciente y sabe esperar —hasta que llega el momento en que deja de serlo y reclama de vuelta lo que es suyo—. A principios de este siglo, tras estallar la burbuja de las puntocom, los fundadores de Google se vieron presionados a demostrar que eran un proyecto rentable. Fue en ese momento de nervios para los inversores cuando se transformaron en una plataforma de anuncios. Hasta entonces, habían rechazado la publicidad y esperaban no tener que vivir de ella. Para los techies, era algo anticuado y un poco cutre. Cosas del destino, Brin y Page acabaron siendo los pioneros en poner en marcha un nuevo modelo de acumulación económica. Uno que está basado en la cosecha intensiva de datos personales del usuario para fabricar innovadores productos predictivos que alimentan un mercado publicitario subterráneo. El éxito de la googlenomía —la economía al estilo Google— fue tan rotundo que todos los demás siguieron después.
Entre tanto aspirante a todopoderoso, va a resultar que, al final, nos encontramos en un monoteísmo de libre mercado. Ahora mismo, quien está sentado en lo más alto de Silicon Valley no es ninguno de los propietarios de las tecnológica, sino Masayoshi Son, el gestor de Vision Fund, el vehículo de inversión más potente del mundo, destinado a financiar tecnologías emergentes como la IA o la robótica. Él fue el fundador y es quien dirige Softbank, un conglomerado multinacional con sede en Tokyo que ha juntado más dinero que nadie, proveniente, en su mayor parte, de aportaciones de países productores de petróleo como Arabia Saudí.
Los periodistas que siguen a este carismático personaje cuentan como relacionarse con él es vivir en una película de James Bond, con vuelos privados a restaurantes vacíos reservados en exclusiva en recónditas playas del Mar Negro. En el fondo de su visión, está la idea de singularidad: el momento en el que las máquinas que aprenden toman el timón de la sociedad arrebatándoselo a los ineficientes humanos. Su previsión es que suceda dentro de 20 años y, para provocar su advenimiento, está inundando de millones a nueva una generación de startups. Se les hace funcionar como una gran familia compartiendo información y creando sinergias entre ellas. Cosechando datos de fuentes tan diversas, serán capaces de desarrollar la inteligencia artificial de nueva generación con la que se posicionarán como líderes de sus respectivos mercados. No resulta tranquilizador recordar que lo que esas máquinas aprenden con facilidad son los prejuicios y sesgos de quienes las han creado, especialmente, cuando uno se entera de que el principal inversor de Vision Fund es el príncipe Saudí Mohammed bin Salmán. El asunto de Khashoggi fue un momento de reflexión para Masayoshi Son, que estuvo barajando la posibilidad de rechazar a su principal patrocinador. Al final, decidió que el asesinato de un periodista es un detalle menor frente a un objetivo tan elevado como el suyo.
Primos
Mientras tanto, a la gente le cuesta creer que los gigantes tecnológicos y quienes lo financian van a por todas, pero es así. La sociedad los han acogido con una ingenuidad que le ha hecho vulnerable. La tecnología suele considerarse una fuerza positiva casi mágica, con poderes para solucionarlo todo en el futuro. Revestidos de ese extraño prestigio, los ingenieros informáticos siempre han tenido vía libre para hacer y deshacer a su antojo. Desde sus observatorios privilegiados, han sabido captar las inquietudes de un mundo contemporáneo arisco e incierto para alimentarlas y tomar así el control. Ante las ansiedades producidas por el individualismo radical o la sucesión cíclica de crisis económicas y morales, ellos ofrecían promesas de conexión interpersonal y esperanzas de prosperidad.
La receta de los genios jipi-yupis como Steve Jobs fue dos tazas más de lo mismo: replicar los excesos del neoliberalismo, o incluso aumentarlos, en el entorno digital. El consumismo con diseño zen se empaquetó en un relato utópico. Décadas después, al despertar del sueño inducido desde Silicon Valley, gobernantes y ciudadanos por igual chocan contra el status quo; una decena de gigantes americanos y chinos se han hecho con una industria estratégica arrebatándoles importantes parcelas de soberanía.
En parte, los lodos de hoy vienen de los polvos de la era Clinton. Fue en aquellos años cuando se asentó la quimera de la autoregulación, que ha transpirado en la cuestión tecnológica desde entones. En el 94, el vicepresidente Al Gore expuso en un influyente discurso sus cinco principios para favorecer las superautopistas globales de la información. El tercero de ellos decía: «crear un marco regulatorio flexible que pueda seguir el ritmo acelerado del cambio tecnológico y de mercado». Un año después y en esa misma línea, llegó una pieza minimalista de regulación: la sección 230, un texto legal de 26 palabras que definió el futuro de Internet. Desde entonces, las plataformas digitales de contenido se consideran bibliotecas en lugar de periódicos. Nunca se les responsabilizará de lo que publican los terceros, sin embargo, se les encarga el rol de buenos samaritanos que limpiarán voluntariamente la web quitando lo que consideren «obsceno, impúdico, lascivo, sucio, excesivamente violento, acosador o, por lo demás, objetable». Las normas en Europa imitaron este principio. Años más tarde, una nueva generación de plataformas digitales, que dan soporte a negocios físicos de transporte o turismo, se acogieron a la inmunidad. Airbnb, Uber y similares invocan este tipo de normas en tribunales de medio mundo para lavarse las manos de las ilegalidades que se cometen en sus entornos.
Valores como la privacidad o la libertad de expresión quedaron subordinados a las expectativas de crecimiento de la nueva economía digital, dejándose en manos de los informáticos. Desde entonces, ellos moderan, eliminan y borran. Son ellos los que revocan o conceden el «derecho a la plataforma» a los expulsados o admitidos en los términos y condiciones que ellos mismos establecen. Lo hacen, naturalmente, dando preferencia a sus propios intereses. Siempre se premia el contenido que dinamiza el mercado subterráneo de anuncios. A más ojos y más tiempo en la plataforma, más datos que ordeñar y más atención para insertar en ella la publicidad. Este es el origen del discurso desquiciado y desquiciante que reina en las redes sociales. En esencia, son mecanismos diseñados para provocar adicción a un entorno de extracción.
Entre los fans de las redes, está muy extendido un fundamentalismo de la palabra que entiende a la libertad de expresión como un mercado de ideas. De la competencia entre discursos, saldrá a flote la verdad. Pero ahora sabemos qué es lo que flota cuando la única intervención admisible en el discurso es la de las plataformas que distribuyen el contenido para crecer y ganar dinero.
Además, cuando esas plataformas se dedican a cosechar indiscriminadamente la información más íntima, la privacidad se convierte en un servicio premium, al alcance solo de quienes pueden pagarla —como ha hecho el dueño de Facebook que se ha comprado varias de las casas que rodean a la suya para que nadie le observe, mientras su empresa vigila al mundo entero—. En este contexto, los datos personales son el nuevo impuesto digital universal del que los que tienen dinero se pueden librar pagando.
Con la Primavera Árabe, Facebook pasó de ser considerado un juguete a una herramienta política. Aquello supuso la mejor de las campañas de marketing para la red social. Su reputación junto con la de Twitter aumentó. Hacían posible un periodismo informal, pero cercano a la noticia, que no ha pasado por los sesgos de la prensa establecida. Más recientemente, sin embargo, el paisaje de las redes sociales se ha vuelto sombrío. Siguen siendo fuentes de conectividad e información imprescindibles, pero quienes más les están sacando partido son los que promueven bulos y los que apelan al miedo o al odio.
Ver el vídeo que ha circulado por las redes de los seguidores de Bolsonaro coreando ¡WhatsApp! ¡WhatsApp! ¡Facebook! ¡Facebook! da que pensar. En los días previos a las generales de abril, el partido con más engagement en las redes y WhatsApp es, de largo, Vox. Es posible que Trump desprecie en público a Silicon Valley y lo considere poco menos que un nido de marxistas, pero él y su equipo están a la vanguardia en estrategias electorales y de gobierno en Twitter y otras redes sociales. Los gigantes tecnológicos chinos y los gobernantes del país se han aliado para experimentar en varias ciudades modalidades locales de sistemas de crédito social que clasifican a los ciudadanos en buenos o malos.
Los años veinte de este siglo se presentan otra vez muy locos, pero no precisamente para bailar el charlestón. La era reaccionaria que se anuncia en el horizonte ya tiene los instrumentos que necesita; han sido desarrollados por los genios informáticos que descubrieron lo que Zuboff llama el «capitalismo de vigilancia». Trump y ellos no tendrán demasiados problemas para llevarse bien cuando les convenga. En realidad, ambos forman parte de la contra-revolución del libertarismo conservador norteamericano de libre mercado, solo que la de los techies es una versión actualizada.
¿Es esto lo que queremos? ¿Vamos a dejar que se salgan con la suya, relajarnos y jugar con nuestros móviles? En aquella intervención con la que comenzaba este texto, la investigadora que destapó el escándalo de Facebook hacía estas preguntas a su audiencia. Quizás, como dice la periodista, va siendo hora de que dejemos de hacer el primo y recuperemos el control.
Fuego
Vivimos una crisis que se cocina a fuego lento. Ningún evento cataclísmico la ha anunciado, como pasó en 2008, sin embargo, sus efectos se van manifestando silenciosos y ralentizados. Las tecnológicas y los fondos de inversión tienen un papel central. El analista Eugeny Morozov la describe poniendo como ejemplo la carrera hacia el precipicio que supone el modelo de Uber.
La crisis financiera de la pasada década dejó huérfanas cantidades masivas de capital buscando donde invertir. Gran parte de ese dinero se canalizó entonces al tecnológico. Rebosantes de crédito, las plataformas se arrojaron sobre los sectores establecidos provocando la primera de las oleadas de resentimiento de esta historia, cuando vecinos o taxistas salieron a protestar. Esos forzudos competían con ventaja. Parte de su musculatura se debía a los esteroides de los fondos y a la economía opaca de los datos. Pero, un día, los que pagan querrán recuperar lo suyo. Si para entonces las plataformas han conseguido destruir a la competencia local, podrán subir precios. El prosumidor, acostumbrado a vivir de saldo haciendo encargos mal pagados y disfrutando de los servicios baratos de la gig economy,—la economía de los recados— tendrá que apretarse el cinturón y rascarse el bolsillo.
Otra de las opciones para pagar de vuelta al capital es acelerar el proceso de automatización sustituyendo a los riders por coches autónomos. Pero cuando esos conductores pierdan el trabajo, algo tendrán que hacer. Ya no comprarán coches ni se tomarán cafés o menús del día en los negocios de su ciudad. Lo que queda es una sociedad volátil con bolsas crecientes de frustración liberándose en la política o en las calles de malas maneras. El reinado de los monopolios digitales solo podría funcionar con una renta básica, pero ¿con qué financiarla si resulta que una de las áreas donde son más innovadores es en la evasión de impuestos? Así es la cocción lenta del peligroso potaje que se prepara.
En El ocaso de los dioses de Wagner, el monte Valhalla donde viven acaba incendiado y ellos destruidos por sus ansias de poder. No escucharon los augurios de la madre tierra avisándoles de la corrupción que acompaña al oro y la ambición desmedida. También, en la realidad que hemos descrito aquí, la maldición financiera es una de las causas de la decadencia divina. La ética defectuosa de los dioses futuristas del silicio es su heredera.
Avanzar hacia ese final ecológico y purificador por el fuego, como el del ciclo de óperas del anillo de Wagner, va a requerir algo más que unas cuantas multas.
La de tres mil millones que planea sobre Facebook es de récord, pero no disuasoria para quien gana decenas de miles al año. Al conocerse que la empresa ya ha dejado reservada esa cantidad y sigue con el negocio como si nada, su valor en bolsa ha subido. Tampoco se pueden esperar grandes logros de las llamadas a «romper Facebook» por medio de la anticuada legislación anti-monopolio. La red social ha desplegado un ejército de cabilderos de proporciones desconocidas hasta ahora en occidente. Avanzan con maletines bien repletos para influir en regulaciones que acaben apuntalando su modelo. Da igual que este sea disfuncional y ponga a las democracias frente al precipicio. En realidad, un empujoncito no vendría nada mal para acabar con ellas y avanzar hacia el nuevo régimen instrumentario. Si la reputación de aquellas está por los suelos es, en parte, porque a algunos les interesa y llevan tiempo trabajando para que así sea.
Hay quien piensa lo contrario. En el escenario post-capitalista de autores como Paul Mason, lo redundante es el mercado y no la democracia. Precisamente, la automatización y la digitalización, capaces de bajar los costes de producción casi a cero, permiten imaginar un futuro sin escasez ni mercado para administrarla. Tras años de monopolios digitales afianzándose cada vez más, las teorías económicas neoclásicas, que los consideran distorsiones pasajeras, han fallado. Los análisis de Mason y Morozov coinciden en hacer una llamada a los actores dormidos, gobiernos e inversores, a espabilar ante este sistema que es capaz de devorarse a sí mismo junto con todo lo que le rodea. Las democracias son todavía necesarias para pilotar el cambio hacia la descentralización y a un escenario más horizontal que ponga al ciudadano en el centro. Mientras tanto, políticos e inversores sin visión de futuro, en lugar de esforzarse por domar a la bestia tecnocrática del big tech, se enredan con sus líderes.
Los tiempos requieren una visión ambiciosa de como la tecnología puede transformar la sociedad y el estado mejorándolos. Amsterdam y Barcelona se han declarado «ciudades rebeldes» y están desarrollando programas de soberanía tecnológica a nivel municipal. En el estatal, también hay reacciones. La Comisión Nacional de las Infraestructuras en el Reino Unido destaca el papel de los gobiernos en una gestión transparente de los datos. Estos deberían de beneficiar al ciudadano y no solo a las empresas que los extraen, tal y como aparece explicado en informes como Datos como infraestructura o Datos para el bien público. Por su parte, los usuarios no están del todo contentos y empiezan a sospechar que los regalos en forma de servicios digitales aparentemente gratuitos están envenenados.
Quizás pronto descubramos que los pies de los gigantes de Internet eran de barro. El Valhalla del silicio sencillamente se dispersará como el humo cuando los mortales dejemos de creer en ellos y en el poder de su tecnología divina.